viernes 29 de marzo de 2024 - Edición Nº1941

Voces | 10 abr 2021

Opinión, por Néstor Nélida

En Argentina, la Educación es el fondo de olla

Escuelas cerradas, virtualidad, alfabetización y repaso histórico de una realidad que afecta el presente y el futuro del país


Desde la década del 90 -incluso desde fines de los 80’- la educación en la Argentina dio inicio a un severo declive que afectó no sólo el ámbito académico (en tanto conocimiento), sino también el edilicio. La reforma educativa de 1994 (implementada en 1996) fue perniciosa para el país en cuanto a los contenidos dictados en clase, si bien entre 1991 y 2000 la matrícula creció y permitió la escolarización de más chicos y adolescentes. 

Es decir, aumentó la cobertura, no así los resultados del aprendizaje alcanzado. A esta presentación debe agregarse un dato muy importante: la heterogeneidad en ese sentido que existe entre las 23 provincias y el Distrito Federal; con deficiencias claras en territorios como Formosa, Chaco o Santiago del Estero si se comparan con Mendoza, Córdoba o la capital federal.

Hay más de un germen en esta fase aniquiladora del sistema educativo. Debajo de este árbol que deformó el rol del educador y del alumno, las raíces exploran y crecen a una profundidad que se expande en el algar de la indigencia, en la falta de recursos, en la necesidad de una salida laboral inmediata, en la proliferación de asignaciones y planes sociales. En fin, una extensa lista de causas que llevaron, por ejemplo, a que la matrícula en colegios privados crezca en detrimento de las escuelas públicas, donde los chicos cada año fueron perdiendo su derecho a la educación por los sucesivos paros. Para utilizar un ejemplo reciente, en Santa Cruz entre 2014 y 2020, en primaria sobre un total de 1.260 días de clases concurrieron 723.

La degradación fue siempre visible. No se puede acusar a los responsables de haber actuado de forma oculta. Los programas de la currícula, la falta de evaluaciones confiables, la eliminación de la estadística, el derrumbe de los establecimientos, los sindicatos docentes, son algunas de las causas directas que culminaron en que chicos de 8 años no sepan leer ni escribir o que jóvenes en años avanzados de carreras universitarias tengan graves dificultades en la comprensión de textos. 

Podríamos decir que hasta el 2020 hubo un gradualismo en la destrucción -más bien, cabría llamarla colonización- de la enseñanza. La cuarentena, no obstante, aceleró algunos procesos. Y, más que cualquier otra cosa, puso de manifiesto la nula importancia que el Gobierno actual le otorga a la Educación. La ciencia nunca estuvo de acuerdo con el otrora ministro de Salud, Ginés González García, y tampoco con su colega de Educación, Nicolás Trotta. El año pasado se publicaron un sinnúmero de informes sobre la necesidad de mantener el acceso a los colegios y la poca incidencia que tenían las aulas abiertas en la pandemia. Jamás justificaron la “clausura” de las escuelas y universidades con datos científicos.

El cierre completo de las salas en todos los niveles, la falta de planificación para la vuelta a clases, la indecisión y el lento retorno a una tesitura alejada por completo de la normalidad, demuestran que durante el aislamiento la última preocupación de los funcionarios con poder de decisión fue la Educación. 
Tal afirmación no es gratuita y tiene su sustento en el trabajo de campo realizado por este columnista. En diálogos con docentes y directivos de escuelas públicas y privadas, el panorama presentado ratifica cada uno de los problemas antedichos. 

Ante esta determinación tan arbitraria, los movimientos ciudadanos, preocupados por la formación de sus hijos, proliferaron en las redes sociales (Padres Organizados y Docentes por las Escuelas Abiertas, por mencionar dos) y tuvieron alto impacto en la posterior decisión del Gobierno de reabrir los establecimientos educativos. Según una encuesta llevada a cabo por Padres Organizados, en lo que va del año en el país el 46 por ciento de los niños de nivel inicial (con 3 o más horas de clase) fue a la escuela unos 20 días al mes. En Primaria, ese porcentaje desciende al 28 por ciento.

En tanto, los registros oficiales indican que, entre 1949 y 1983, hubo 22 ministros en la cartera educativa, de los cuales 14 fueron abogados (Anglada, Dell’Oro Maini, Adrogué, Salas, Mac Kay, Sussini, Rodríguez Galán, Carlos Alconada Aramburú, Gelly y Obes, Astigueta, Pérez Guilhou, Cantini, Catalán, Llerena Amadeo),  tres médicos (Ivanissevich, Méndez San Martín, Taiana), dos contadores (Arrighi y Licciardo), un licenciado en química (Malek), un ingeniero en telecomunicaciones (Burundarena), y un profesor en pedagogía (Bruera). En los años de democracia seguirían Carlos Alconada Aramburú (especializado en Derecho Comercial), Julio Rajneri (abogado), Jorge Federico Sábato (especializado en Economía, Estado y Administración), José Gabriel Dumón (abogado),  Antonio F. Salonia (profesor de Letras), Jorge A. Rodríguez (ingeniero), Susana B. Decibe (socióloga) y Manuel Guillermo García Solá (abogado), Juan José Llach (sociólogo y economista), Hugo O. Juri (médico), Andrés G. Delich (sociólogo), Ricardo R. Biazzi (abogado), Graciela M. Giannettasio (maestra y abogada), Daniel Filmus (magister en educación), Juan Carlos Tedesco (licenciado en ciencias de la educación), Alberto Sileoni (profesor de historia), Esteban Bullrich (licenciatura en sistemas), Alejandro Finocchiaro (abogado), Nicolás Trotta (abogado). 

Como se observa, muy pocos de los nombres que anteceden estuvieron vinculados, de forma profesional, al sector educativo.

Hambre de escuela

Lo que sigue es trabajo de campo. No son conjeturas, no es opinión, son las experiencias personales de maestros, capacitadores y autoridades de cuatro municipios de la provincia de Buenos Aires. En todos los casos, el retrato final se asemeja al de Dorian Gray, aquel cuadro con una figura marchita y deforme que reposaba oculto en un sótano de una propiedad londinense.

En muchas de las instituciones a las que acude población vulnerable, los cursos están superpoblados. Entonces se dividen en cuatro burbujas y los chicos concurren una semana al mes. En un año, son 10 semanas de clases. 

¿La virtualidad? ¿En un país que se acerca al 50 por ciento de pobreza? Será mejor no indagar demasiado en esa materia. Pongamos dos ejemplos de instituciones en La Plata que acogen a chicos de la periferia y del casco urbano. En la primera, situada en el barrio San Carlos, se escuchó la frase “olvidate del zoom”. En la restante, emplazada sobre diagonal 74, a cinco cuadras del centro y a dos de la plaza Moreno, se calcula que cerca del 50 por ciento de los alumnos no tuvo conectividad durante 2020. 

Para no “bajar el ánimo” de los niños y de sus familias, se les pidió a los docentes que no evaluaran con “trayectoria discontinua” (esto es, nula asistencia y por consiguiente falta de trabajos entregados) a los alumnos que no habían tenido la posibilidad de conectarse a la Red para bajar las tareas. Se eligió la valoración “trayectoria en proceso”, más acorde a los tiempos en los que evaluar estigmatiza. Esos chicos pasaron de grado.

Las preguntas que subyacen son, ¿cómo se sentirá el menor que, al comenzar el nuevo ciclo lectivo, se encuentre en clara desventaja respecto a sus compañeros? ¿Cómo recuperará el (su) tiempo perdido? 

Un último caso: niños en cuarto grado que no saben escribir palabras simples como 'paloma'. “No saben las consonantes, escriben ‘aoa’ y no reconocen el sonido. Hay falencias clave en grados donde se tendría que garantizar la alfabetización”, contó una de las fuentes consultadas. “Hay una gran parte de la población infantil en la primaria que no alcanza las habilidades de lectura y escritura en tiempo y forma, aún en condiciones normales”, sentenció. 

Nada parece indicar que esta funesta realidad vaya a cambiar en el corto, mediano o largo plazo. Mas, en medio de esa senda oscura y tortuosa, que los padres se hayan preocupado, ocupado y manifestado en pos de una educación apropiada para sus hijos, siembra un poco de optimismo en esta pampa húmeda tan dilapidada que es la Argentina.

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