

En general, los ciudadanos no sabemos cómo funciona la democracia. El sufragio no alcanza para sostener esta idea de cómo administrar el Estado. Para decirlo más claro, no alcanza sólo con poder ir a votar. Hay que defender las instituciones, cumplir las leyes, ampararse en la Constitución y exponer -y, si es pertinente, remover- a los funcionarios que no cumplan estas tres cosas.
Hoy existen varios modelos de democracias (monárquicas, representativas, parlamentarias, presidenciales), por eso se vuelve más fácil explicar qué no es una democracia. Por ejemplo, en muchos países con este sistema de gobierno los dos principios fundamentales no se respetan: la igualdad y la autonomía individual. Tampoco es correcto afirmar que existe una democracia en la que el poder lo tenga el pueblo, tal como su definición etimológica explicita en el concepto mismo de la palabra.
Ocurre en todo el mundo una situación que pone de manifiesto la importancia de defender estos valores de la (s) República (s). Desde sectores de la izquierda y de la derecha, los embates contra la Democracia se volvieron cada vez más frecuentes y virulentos.
Por fortuna, con las redes se inició un proceso nuevo de comunicación, sobre todo para la ciudadanía que, celular en mano, comenzó a registrar hechos que otrora eran ocultados o minimizados en los medios convencionales. Esta inédita realidad también puso en jaque a periodistas, políticos y especialistas que vieron contrastada su tarea informativa por ciudadanos que daban una versión (argumentada) distinta en sus propias redes.
En Rusia, China, Venezuela, Cuba o Irán, por mencionar apenas cinco casos, intentan detener esta avalancha con barricadas que son derrumbadas una y otra vez. Limitan el acceso a Internet, prohiben el uso de ciertas redes sociales, penalizan publicaciones; pero la información se escurre como el agua entre las grietas de una cueva. A veces el goteo es intermitente, mas siempre continuo, y termina por horadar la roca de la censura.
En el llamado “mundo libre” se ataca las bases democráticas desde otros ángulos. En Estados Unidos, los republicanos iniciaron una escalada de violencia verbal y física desde las últimas elecciones en las que se impuso el demócrata Joe Biden. Más allá de los graves problemas económicos que la administración de este último generó en el país de América del Norte, las declaraciones de algunos referentes de la oposición merecen una señal de alerta. El candidato a gobernador de Michigan por el partido, Ryan Kelley, expresó con elocuencia una concepción de gobierno que comparten muchos de sus colegas del mismo espacio: “El socialismo comienza con la democracia. Es el ticket para la izquierda. Quieren impulsar esta idea de democracia, que se transforma en socialismo, que a su vez se transformará siempre en comunismo”.
Marine Le Pen promovió otro tanto en Francia, donde tuvo el apoyo de sectores de la izquierda identitaria en los últimos comicios. Finalmente, cayó por 17 puntos ante el actual presidente, Emmanuel Macron, a quien acusó en varias oportunidades de ser un peón de la ex canciller alemana, Angela Merkel. Esa vertiente nacionalista, que pretende tomar como franceses sólo a los “europeos” (una valoración, cuanto poco, vaga y equívoca), es compartida por ambos extremos ideológicos.
Lo que une a estos personajes es el uso del descontento general de las personas con la clase política. Javier Milei lo hace en Argentina con su promoción del “anarcoliberalismo”, aunque su pensamiento respecto a la democracia no aparenta estar del todo definido. Quien sí atacó de forma específica y pública, fue la vicepresidenta en funciones durante su última alocución (titulada no de forma inocente "La insatisfacción democrática”), en la que aseguró que "el avance de la desigualdad está poniendo en crisis la democracia", minutos después de elogiar a China como modelo económico-social a copiar.
La perversidad de los funcionarios que, luego de llegar al cargo a través de los votos, infieren un daño crítico al sistema democrático, debería generar una repercusión más vehemente en los ciudadanos. Sin embargo, las declaraciones de este cariz parecen no suscitar mayores repudios. Sorprende todavía más la inclinación que ciertas minorías tienen con los regímenes autoritarios o autocráticos, en los que no podrían expresarse con la libertad con la que lo hacen en países con gobiernos democráticos.
No está de más recordar que lo antedicho no implica que las distintas democracias no estén exentas de fallas, pero son defectos que pueden ser corregidos sin violencia ni autoritarismo. Se trata de una construcción diaria de la que deberíamos ser parte todos los ciudadanos, así como defenderla de posiciones cínicas e insustanciales que tienen un fin único: permanecer en el Poder.