

Caminando por el centro de Pinamar, este fin de semana me sorprendió el cartel de un restaurante especializado en milanesas -si es que tal métier existe- que con ínfulas de coach ontológico aconsejaba: “No trates como milanesa napolitana a quien te trate como milanesa de soja”. Me reí, tomé una foto y hasta hice una historia de Instagram, sin percatarme de que una de las dos amigas que me acompañaban tenía un gesto adusto. “No es gracioso”, me dijo, “yo soy vegetariana y es una falta de respeto que denigren a ese tipo de comidas. Para mí es un honor que me consideren una milanesa de soja”.
A lo largo de los años, distintos experimentos sociológicos coincidieron en la conclusión de que el sentido del humor es el mismo en personas de países con culturas muy diferentes. Funciona igual para japoneses, ingleses, argelinos o argentinos, pero lo que cambia es el motivo de la risa. Lo que para algunos es gracioso, a otros les resulta totalmente distinto, indiferente o hasta ofensivo.
Sobre la base de experiencias de los últimos años me atrevo a agregar que el distingo va más allá de la nacionalidad de los implicados. Dicho más fácil: aquello que me arranca carcajadas les resulta un perfecto embole a mis adolescentes cercanos, así como los chistes o gags que circulan entre ellos provocan el mismo efecto en mí, cuando los entiendo. ¿Siempre fue así?
Recuerdo haber compartido con mis padres, abuelos, compañeros de colegio y docentes el gusto por las humoradas de Olmedo, Sapag y Tato Bores, o por los gags absurdos de la "Pistola Desnuda" o "¿Dónde está el Piloto?". Ninguno se quedaba afuera del chiste. ¿Entonces?
Henry Bergson es un escritor y filósofo que planteó, hace casi cien años, que un presupuesto de la risa es la insensibilidad. Hay que apartarse de lo emocional para poder reírnos. Incluso para burlarnos de la tragedia o de alguien a quien queremos, es necesario hacer a un lado cualquier emoción.
Decíselo a Will Smith, que cacheteó en vivo y en directo a Chris Rock por bromear sobre la cabeza rapada de su esposa, no por moda, sino por alopecia, algo que ella misma blanqueó y con lo que parecía haberse amigado. Pues no.
Además de arruinar la ceremonia de los Oscar y hundir la carrera de Smith, la cuestión abrió otra grieta –una más- en todo el mundo: ¿cualquier cosa puede ser material para un chiste? ¿O hay límites? Y si los hay, ¿quien los pone y quien sanciona a quien los cruce? ¿Golpear es mejor que bromear?
El humor tendría que ser «como tirarse un pedo en el funeral de un niño», dispara el fenomenal Ricky Gervais, que ya se rió de la pedofilia, la transexualidad, Dios, el aborto y el sida, y cuestiona a lo que en Inglaterra se conoce como woke comedy o comedia concienciada, que consiste, básicamente, en no ofender a nadie.
Para Bergson: “La comicidad exige pues, para surtir todo su efecto, algo así como una anestesia momentánea del corazón, pues se dirige a la inteligencia pura. Eso sí, dicha inteligencia debe permanecer en contacto con otras inteligencias. No disfrutaríamos la comicidad si nos sintiéramos aislados.
Parece ser que la risa necesita un eco. Escúchelo con atención: no se trata de un sonido articulado, nítido, acabado; es algo que quisiera prolongarse repercutiendo de forma paulatina, algo que empieza con un estallido para luego retumbar, como el trueno en la montaña. Y sin embargo, dicha repercusión no es infinita. Puede caminar dentro de un círculo todo lo vasto que se quiera, pero que no dejará de estar cerrado. Nuestra risa es siempre la risa de un grupo”.
Me gusta imaginarme viviendo en otro país, muy lejos y muy distinto del mío y hasta no hace tanto estaba segura de que me resultaría insoportable no poder reírme de lo mismo que se ríe cualquiera que tenga al lado, aunque no lo conozca, sin que haya que explicar nada. Pero me parece que muy pronto empezaré a sentirme extranjera acá nomás, sin pasaporte, por obra y gracia de estos tiempos edulcorados y correctísimos que nos han tocado en suerte, o, mejor dicho, hicimos, como esa cama en la que ahora tenemos que dormir aunque no se nos dé la gana.