

“Llega el Poeta a la puerta del Infierno, y lee sobre ella una inscripción espantosa. Entra precedido del buen maestro, y ve en el vestíbulo el castigo de los indiferentes, que pasaran la vida sin hacer nada en el mundo. [...]”.
Con esa descripción comienza Dante di Alighiero degli Alighieri el Canto III de su obra cúlmine. El escritor italiano refleja en “La Divina Comedia” el castigo que nos espera a los pecadores, con un infierno (de nueve niveles en total) dedicado a cada transgresión de las leyes, del hombre y divinas. La “inscripción espantosa” a la que hace referencia es bien conocida: “Abandonen toda esperanza aquellos que entren aquí”.
En el texto Dante nos habla de un lugar anterior al propio averno. Mientras navegan por el Aqueronte, uno de los cinco ríos del inframundo, los pasajeros observan a quienes allí yacen. Se escuchan “suspiros y lamento”, “voces hórridas”, “palabras de dolor”, “ira que espanta” y “roncas blasfemias” bajo “un cielo sin estrellas”. El personaje le pregunta al maestro dónde están y cuál es el origen de esos sonidos.
“Así el número infinito pena de aquellas almas que vivieron sin virtud en la tierra y sin delito; [...] Por no amenguar sus brillos celestiales, los lanza el alto y los rechaza el bajo, porque achican su horror huéspedes tales. [...] el perdón, la justicia los desdeña…No hablemos de ellos, sino mira y pasa.” Luego de esta descripción, es Dante quien aporta su detalle: “”[...] vi entre varios al que la gran renuncia hizo por miedo. Y entendí al punto que eran los sectarios de aquella secta de ánimos pasivos, no agradables a Dios ni a sus contrarios. Los desgraciados, que nunca vivieron, iban desnudos y azuzados siempre de moscones y avispas que allí había”.
Dante llama a estos seres condenados los “ignavi”, que en Latín refiere a varios aspectos del carácter humano, como la pereza, la cobardía, la improductividad, la inactividad, la indolencia. El castigo para ellos, menos doloroso que los descritos en los nueve infiernos, es peculiar: los ignavi se ven obligados a perseguir, desnudos y por la eternidad, un cartel en blanco que se mueve rápido y gira sobre sí mismo (es el símbolo de su incapacidad para decidirse), mientras avispas y moscas los pican de manera constante.
Durante la última década -quizás un puñado de años más- el mundo se volvió un lugar inhóspito para las declaraciones sinceras. La corrección política, la aprensión a ser señalado y el poder social que las redes le dispensan a las denuncias anónimas, promovieron lo que se conoce como la cultura de la cancelación. La práctica consiste en aplicar una forma de ostracismo a quien el cancelador considera equivocado. Puede ser por un comentario, una acción, una broma o una expresión pasada o presente. Es decir, toda exteriorización se torna posible de considerarse ofensiva para alguien.
En las Universidades, recintos académicos que debieran ser proclives al “pluripensamiento” -y, lamentablemente, en la profesión periodística-, las autoridades son hoy vigorosas canceladoras. Ofenderá a muchos esta afirmación, pero a quien escribe le consta que estos establecimientos educativos fomentan una línea única de pensamiento. El riesgo a ser apuntado por autoridades y alumnado, provoca en el docente o el estudiante no alineado un pavor atroz a pronunciarse.
Esto ocurre en otros ámbitos y existen demás variables de autocensura que terminan por enmudecer al individuo para convertirlo en un ignavi. Hay tres ejemplos muy recientes de personas que, ante la adversidad y con la muerte en la puerta, eligieron hablar.
La primera es Solange Musse, quien postrada en una cama a causa de un cáncer de estadio cuatro, escribió una carta magistral en la que sentenció con una frase su dolor. “Hasta mi último suspiro tengo mis derechos”, aclaró -como si fuese necesario-, cuando una decisión política impidió que su padre la visitara en el sanatorio privado de Alta Gracia, Córdoba, en el que se encontraba internada.
Otra mujer, la productora de televisión rusa Marina Vladímirovna Ovsiánnikova, fue encarcelada por el régimen ruso después de pasearse en vivo por el estudio del Piervy Kanal, el segundo canal más visto del país, con un cartel en el que trazó con grandes letras “No a la guerra, Detengan la guerra, No crean la propaganda, Aquí les están mintiendo, Rusos contra la guerra".
El último es Arturo McFields, embajador de Nicaragua ante la Organización de Estados Americanos (OEA), quien denunció de forma pública al gobierno de Daniel Ortega. En su discurso, pidió “la palabra en nombre de más de 177 presos políticos y más de 350 personas que murieron desde 2018” y de quienes “son obligados por el régimen de Nicaragua a fingir y llenar plazas y repetir consignas, porque si no lo hacen pierden su empleo”. Luego de calificar de “dictadura” al mandato de Ortega, afirmó que “seguir guardando silencio y defender lo indefendible es imposible”.
Es muy cierto y razonable que no todas las personas pueden mostrar valentía cuando una injusticia impone su densidad. Alzar la voz en nuestro tiempo es una acción que requiere de valor (es) y en la que, en ciertas situaciones, nos va la vida con ello. Hay otras, en cambio, en las que el pellejo queda intacto pero entra en juego cierta reputación: el temor a perder el status alcanzado paraliza.
No se puede permanecer impasible ante un acto (o un comportamiento) injusto. La aparente neutralidad o el miedo a alzar la voz se vuelven favorables al abusivo y, más temprano que tarde, retumba en el indiferente que termina por ingresar al Infierno de una u otra manera. O, como expone en “La banalidad del mal” Hannah Arendt, “la triste verdad es que la mayoría del mal es hecho por personas que nunca se deciden a ser bueno o malo”.