

A contrario de lo que se cree, el monto estipulado para la atención de la enfermedad no siempre es factor de mejor asistencia sanitaria. He dicho antes, como medio de explicar la alta mortalidad por coronavirus en los EEUU, que este país tiene uno de los peores sistemas de salud del mundo a pesar de que encabeza el gasto en el ítem por habitante/año. Hace unos años, la Fundación Commonwealth Fund evaluó el rendimiento de los sistemas de salud de 11 países con arreglo a varios indicadores: calidad, acceso, eficiencia, igualdad, vida saludable, seguridad, listas de espera, organización administrativa e igualdad de acceso a la atención sanitaria. La finalidad consistía en averiguar el grado de eficiencia del sistema en Estados Unidos. El sondeo clasificó la atención sanitaria de EEUU en último lugar con diferencias sustanciales respecto a los diez anteriores, a pesar de que este país, con 8.385 euros por habitante/año, gasta más del doble que el Reino Unido -3.020 euros ídem- calificado como primero en esta investigación. El desembolso de Argentina es bastante menor -849 euros ídem, 9,4% del PBI en 2017- con una mayor cobertura de su población que el gigante del norte. Concluyendo, la cantidad de recursos con que se insufle a un plan de salud no parece ser un factor determinante per se.
Argentina tiene tres subsectores para la atención de la enfermedad de la población: el estatal –hospitales públicos-, el de obras sociales -incluyendo institutos nacionales como el PAMI y provinciales como el IOMA- y el de medicina prepaga, al cual podemos sumar a las Aseguradoras del Riesgos del Trabajo
El sistema sanitario es tanto o más importante que el anterior y la investigación citada en el párrafo anterior lo demuestra palmariamente. Aquél debe ser oportuno, accesible, igualitario y del mejor nivel, garantizando acciones de promoción, prevención, recuperación y rehabilitación de la salud, vigilando la óptima utilización del recurso disponible. En este último tópico, Argentina tiene tres subsectores para la atención de la enfermedad de la población: el estatal –hospitales públicos-, el de obras sociales -incluyendo institutos nacionales como el PAMI y provinciales como el IOMA- y el de medicina prepaga, al cual podemos sumar a las Aseguradoras del Riesgos del Trabajo. En total, se pueden contar casi 300 financiadores –único país del mundo con esta cantidad-, fragmentación inaceptable porque torna ineficientes los limitados recursos para tal fin, considerando que hay que solventar casi tres centenas de administraciones distintas, con criterios diferentes y muchas con un insuficiente número de afiliados, haciendo inviable la ecuación económica de que el sano pague por el que se enferma, sustento solidario y básico de casi todas ellas. Adunado a lo antepuesto, el gasto de bolsillo de la gente sigue siendo casi la mitad del total, dato que por sí mismo exhibe la inequidad del sistema porque sólo gasta quien puede hacerlo. A ello se suma el ingreso casi irrestricto de medicamentos al país, conjuntamente con insumos –prótesis, ortesis- de dudosa plusvalía, configurando un hecho que, como bien expresara el especialista italiano Gianni Tognoni, nos pone ante una opción de hierro: La salud como derecho o como mercancía.
Los dos últimos factores, asignación del gasto y necesidades de la población, van de la mano, porque la primera debe hacerse en función de los requerimientos sanitarios del sector humano al que va dirigido. Ningún otro criterio es válido, como mencionaba en mi artículo anterior. Va un ejemplo: dotando de agua potable y cloacas a un barrio puede lograrse más salud de la gente que lo habita que erigiendo un hospital en el mismo.
La ausencia sempiterna de un plan de salud nacional, que permita acceder en condiciones equitativas a todos los argentinos a las cuatro acciones que enumeré, es la principal culpable de estas falencias que, verdad de perogrullo, conocemos todos
La ausencia sempiterna de un plan de salud nacional, que permita acceder en condiciones equitativas a todos los argentinos a las cuatro acciones que enumeré, es la principal culpable de estas falencias que, verdad de perogrullo, conocemos todos. Las políticas iniciadas por Ramón Carrillo (1906-1956), Arturo Oñativia (1914-1985), Aldo Neri o Ginés González García, no han tenido la continuidad y extensión que hubiesen merecido. Otras, como las propuestas por Graciela Ocaña e Ignacio Katz, han sido abortadas antes de ver la luz. Surge con claridad que mientras no tengamos un sistema nacional rector, uniforme y de cumplimiento obligatorio para todas y cada una de las provincias, nuestros compatriotas más desprotegidos seguirán con la única inversión que pueden hacer: sus años de vida.