Vivimos en una época en la que la comunicación política ya no se define por los medios tradicionales ni por los mensajes, sino por los vínculos emocionales que las personas establecen con sus propios relatos. Todo ello potenciado por la masividad de las redes sociales, que transformaron la forma en que nos mostramos y, sobre todo, en cómo necesitamos ser vistos. Impera, entonces, una lógica del “yo” —la del perfil, la historia, la selfie— que se trasladó sin escalas a la política. El dirigente se convierte en protagonista de una narrativa personal que muchas veces se impone sobre la realidad misma. Lo que importa ya no es la verdad, sino la verosimilitud: aquello que parece auténtico, aunque no lo sea.
Pasamos de la representación al espectáculo. Antes, el político hablaba en nombre de otros; hoy, se interpreta a sí mismo. Y, ¡albricias! Ese cambio no es menor.
Las redes convirtieron la escena pública en una competencia de visibilidad. Cada gesto, cada palabra o silencio se mide en términos de engagement, no de contenido. Esta es una era en la que el yo pide likes, la tribu exige lealtad y la verdad se vuelve opcional.
Las campañas políticas lo entendieron rápido: la emoción derrota al dato, y el algoritmo recompensa la exuberancia verbal, la exageración. Ya no hablamos de convencer, sino de provocar. Donald Trump, Javier Milei o Nayib Bukele, cada uno con su estilo, construyeron poder a partir de esa lógica performática. Su manera de comunicar es representar una versión amplificada de sí mismos. En lugar de hablar de propuestas, cuentan una historia donde ellos son el héroe o el rebelde (y, si cabe, el villano seductor). En ese sentido, las redes son más que canales, digamos más bien escenarios donde la política actúa su show.
Esta obra tiene otro personaje principal sin el cual el político no tiene razón de ser: la tribu. Las comunidades digitales funcionan como espacios de pertenencia afectiva más que de intercambio racional. Nos rodeamos de quienes piensan como nosotros, confirmamos lo que ya creemos y rechazamos cualquier versión que amenace ese equilibrio. La política, en ese contexto, deja de ser un debate de ideas para convertirse en una reafirmación identitaria. Ya no importa si algo es cierto, sino si refuerza la sensación de estar del lado correcto.
Ese fenómeno -me refiero al paso de la crítica ideológica al culto tribal- explica por qué los discursos polarizados tienen tanto éxito. Las tribus digitales necesitan enemigos para sostenerse. Cada bando vive convencido de que defiende la verdad, pero en realidad defiende su narrativa. Y el algoritmo, por supuesto, premia esa tensión, porque el conflicto retiene la atención. Así, la conversación pública se vuelve un ring donde cada golpe discursivo, falso o verdadero, vale más que cualquier argumento.
En medio de ese ruido, la verdad pierde centralidad. Ya no interesa tanto lo que pasa, sino cómo se cuenta. Lo verosímil impone verdad. Las consignas que recortan el discurso en términos de “blanco o negro” son ejemplos perfectos: funcionan porque apelan a emociones universales -la indignación, el miedo, la esperanza-, más allá de su precisión factual. En la comunicación política actual, la emoción no acompaña al mensaje: es el mensaje.
Lo que antes era una línea clara entre gobierno, medios y ciudadanía, hoy se convirtió en un circuito de retroalimentación permanente. Las redes sociales actúan como un cuarto actor: amplifican, distorsionan y a veces sustituyen a los medios tradicionales.
En este flujo, la verdad deja de circular como un dato y pasa a circular como una sensación. Lo que llega al público no es la información, sino la emoción que esa información despierta; que luego retorna al sistema, condicionando los mensajes políticos y los enfoques mediáticos.
Esa transformación tiene un costo enorme: desdibuja la frontera entre la realidad y la ficción: hoy convivimos con deepfakes, bots y relatos diseñados para parecer reales. La política compite con la cultura del entretenimiento, y lo que antes era un debate sobre ideas se convierte en una serie de capítulos diseñados para mantenernos atentos.
Frente a eso, los liderazgos buscan diferenciarse por estilo más que por contenido. Trump construye desde el dramatismo, la confrontación y la idea de salvación personal: “yo te salvo del enemigo”. Kamala Harris, en cambio, representaba la empatía, la contención, el “yo te entiendo”. Dos formas distintas de comunicar que responden a emociones distintas, pero que comparten una lógica: la de la política como relato estético. La forma ya no acompaña al fondo: es el fondo.
En América Latina también se replica ese patrón. Bukele gobierna con estética gamer; Gabriel Boric transitó de influencer juvenil a figura institucional, y en Argentina, el discurso se volvió un espejo deformado de las redes. El lenguaje político se infantilizó.
Aquí aparece el gran desafío para la comunicación política del futuro: recuperar la profundidad sin perder la emoción. No se trata de volver al tecnicismo, sino de aprender a emocionar sin manipular, construir sentido sin sobreactuar, simplificar sin banalizar. La comunicación política necesita un nuevo pacto con la verdad y que la emoción tenga un propósito.
La comunicación política del futuro no será la más ruidosa, sino la que logre sostener sentido en medio del ruido. Porque en una era donde todo se dice, lo verdaderamente revolucionario será poder decir algo que valga la pena escuchar.