

En una entrevista que Alejandro Fantino le hizo al presidente Javier Milei, en abril de este año, el mandatario coreó una adaptación de canción de cancha dedicada a sus críticos. No a la oposición que lo ha denostado desde antes de que gane las elecciones de 2023, sino a economistas o dirigentes políticos que marcan algunos “desvíos” en el camino trazado por La Libertad Avanza para que la Argentina salga del pantano que la tiene estancada desde hace décadas. "Mandril, decime qué se siente, que el cepo llegó a su final", llegó a cantar el libertario al micrófono.
Esa actitud, muy similar a cada alocución pública que su par de Estados Unidos, Donald Trump, dirige a cualquiera que ose oponerse a sus medidas económicas, no es una estrella perdida en el firmamento social. Se trata de comportamientos frecuentes que definen a gran parte de la cultura occidental del siglo XXI. Una serie de conductas más parecidas a las de un púber que a la de personas mayores de edad que ejercen el poder o que detentan grados de responsabilidad por sobre la media.
Los insultos esgrimidos por Javier Milei -y los que replica en su redes referidos por “sus” libertarios-, no son una novedad y representan más bien a una estructura social universal que a un argentinismo.
Según el psicólogo español José Enrique Borja, los adultos inmaduros exhiben “un miedo exacerbado al compromiso, a quedar expuesto a la mirada y el juicio de los demás y, sobre todo, al hecho de asumir la responsabilidad”. En un mandatario, la falta de respeto constante, la nula atención a la investidura, el insulto vulgar y fácil, son todas características atribuibles a la falta de madurez o la adolescencia eterna que afecta a personas adultas en general. Lamentablemente, no se trata de una cuestión política, ni siquiera partidaria. Desde hace al menos 20 años, esta pandemia de rechazo a la adultez se observa en la sociedad y, creo, en nuestro país mucho tiene que ver con los desmanes en la educación y el crecimiento del ego que trajo el uso excesivo de las redes sociales.
Parte de la degradación cultural que se derrama sobre el planeta está vinculada a la sobreexposición y a la necesidad de mostrarse ante los demás. Ya no es necesario tener con qué (una habilidad, un don o la capacidad de practicar algo para lograr hacerlo bien), basta con tener una cámara y acceso a internet.
Quizás por estas circunstancias que mencionamos, el arte de esta época (digamos, del último dicenio) parece incompleto, inacabado, pubertario. Canciones sin melodías en su música ni rimas en sus letras, cantantes sin dicción ni voz, películas que hacen hincapié en una lección moral por sobre la estética, instalaciones artísticas sin sentido artístico pero con fin aleccionador. Y, si bien “sobre gustos no hay nada escrito”, es una realidad que el arte dejó de ser la búsqueda de lo bello, de lo excelso. No hay “trabajo” en las representaciones y en muchas oportunidades el talento sin lustre no alcanza.
Esta precocidad cognitiva se observa también en conductores y periodistas que editorializan cada vez que dan una noticia; que interrumpen de manera constante a sus entrevistados para dar su opinión sobre el tema que los convoca, cuando en realidad ese experto está ahí para aportar una mirada específica; o incluso en redes sociales con sus victimizaciones constantes ante cualquier crítica de parte de la ciudadanía.
Algunas razones que considero tener en cuenta para explicar, en parte, estos comportamientos: el consumo desmedido e irresponsable, no sólo material sino también de productos visuales (sobre todo en redes sociales); la cada vez más escasa capacidad de atención y la necesidad de que todo sea dado de forma inmediata; la agresividad extrema, que impide plantear discusiones de fondo; las reacciones desproporcionadas ante situaciones que no lo ameritan. Cada una de estas acciones hacen que lo verosímil o lo probable debatan mano a mano con la verdad. Por lo tanto, ya no tiene sentido la discusión: se impone quien hace más ruido a la hora del debate, no quien argumenta.
Jean Piaget, padre de la psicología evolutiva, propuso “el paradigma cognitivo”, en el que sostenía que la construcción de cada ser humano es un proceso que ocurre durante el desarrollo de una persona en su infancia. Hoy los niños reciben información sin contexto, sin mayores explicaciones, a borbotones y sin control durante horas. ¿Es posible desarrollar el pensamiento crítico en estas condiciones?
¿Se puede forjar un pensamiento concreto sobre un tema particular con fundamentos racionales? Y acaso lo más triste: ¿Tiene sentido hacerlo?
Quizás estemos frente a la primera generación que envejece sin madurar, con adultos impulsivos y reaccionarios que no soportan la crítica y se funden frente al primer contratiempo. Tocará entonces trabajar sobre quienes aún no alcanzaron la adolescencia plena, para que el futuro no luzca tan frágil y sus vidas no se diriman entre las emociones virtuales y la incapacidad para aceptar la frustración.